América Latina es el continente más peligroso del mundo para defensoras y defensores de los derechos humanos. Una violencia que se expresa mayoritariamente en agresiones verbales y físicas, detenciones, amenazas y acciones legales, y que, según documentan organismos internacionales y de la sociedad civil, es empleada para inhibir y silenciar el trabajo de quienes defienden los derechos humanos.
A pesar de su gravedad, la mayoría de las amenazas quedan en la impunidad. Con el objetivo de revertir una tendencia mundial y regional preocupante, CEJIL lideró una iniciativa donde más de treinta organizaciones -entre las cuales se encuentra SweFOR como firmante-, personas expertas en derecho internacional y defensores/as idearon el Protocolo de la Esperanza. El documento proporciona una hoja de ruta y herramientas para que los Estados establezcan políticas públicas que aborden eficazmente las amenazas y establezcan directrices para una investigación criminal diligente.
¿Por qué Esperanza? En primer lugar, porque el Protocolo quiere garantizar un futuro esperanzador para quienes defienden los derechos humanos. En segundo, para homenajear a la ambientalista hondureña y defensora de derechos humanos Berta Cáceres, nacida en el pueblo de La Esperanza y asesinada en 2016, tras más de treinta amenazas que no fueron investigadas. Su homicidio fue la semilla de la que germinaría, cinco años después, la primera herramienta internacional para proteger a quienes están en la primera línea de la defensa de los derechos humanos.
Los defensores y defensoras de derechos humanos son un pilar fundamental en la construcción de sociedades democráticas y consolidación del Estado de Derecho. Por la importancia de su rol, sistemas de derechos humanos como el interamericano reconocen el derecho a defender los derechos humanos. Un derecho que, para la Corte Interamericana de Derechos Humanos, va de la mano del deber del Estado de proteger su ejercicio. Este último se concreta en:
La obligación de debida diligencia, en caso que el Estado tenga conocimiento de riesgos reales, inmediatos y específicos a los que se enfrenten personas u organizaciones defensoras de derechos humanos. Esta implica identificar, prevenir y mitigar los riesgos, y rendir cuentas cuando se han violado derechos.
A menudo, quienes defienden los derechos humanos corren riesgos particulares en función de su identidad y rol que juegan en la sociedad. El Estado tiene la obligación de garantizar la igualdad y no discriminación, lo que deriva en medidas específicas para la protección diferenciada.
El Estado tiene la obligación de reparar los derechos humanos violados por las amenazas. La reparación debe ser proporcional al daño causado, la gravedad de la violación, los patrones de violencia y discriminación, y las prácticas estatales que permitieron tales hechos. Entre las reparaciones que propone el derecho internacional están la restitución, la indemnización y las garantías de no repetición. En todas ellas, es vital la participación de las víctimas.
La responsabilidad del Estado de regular y responder a las violaciones de derechos humanos atribuibles a corporaciones y otras empresas. Ejemplo de ello sería exigir al sector de la tecnología que se abstenga de diseñar y vender tecnología que corra el riesgo de convertirse en un arma para inhibir la defensa de los derechos humanos.
Según especifica el Protocolo de la Esperanza, el Estado tiene el deber de tomar las medidas pertinentes para garantizar el ejercicio del derecho a defender derechos. Esto se traduce en la adopción de leyes y políticas públicas favorables, y la prevención, juicio y sanción de violaciones y amenazas. En relación a las primeras, el Estado debe demostrar apoyo público a la labor de defensores y defensoras, mantener mecanismos para su protección y detección temprana de amenazas, y cumplir con obligaciones relacionadas con la privacidad y protección de datos.
El Estado tiene el deber de garantizar el ejercicio del derecho a defender derechos a través de leyes y políticas públicas favorables
Además, el Protocolo señala la necesidad de una política criminal que complemente las políticas públicas y que exija al funcionariado público la prevención e investigación de las amenazas, con un análisis proactivo de los fenómenos delictivos, mecanismos de protección para las víctimas, programas de formación para agentes del Estado, y códigos penales que respondan al contexto del comportamiento delictivo. De esta forma, contribuir a la lucha contra la impunidad.